Darwin y el gran terremoto de Concepción

Volvamos atrás en el tiempo. Es 1825 y los tiempos son convulsos en todo el mundo. En América Latina, la mayoría de los antiguos virreinatos y capitanías generales del Reino de España, eran ahora países independientes, lo mismo que Estados Unidos. El antiguo imperio español tambaleaba y aunque los británicos comenzaban también a perder influencia, miraban con ansias lo que pasaba en el “Nuevo mundo”, sobre todo porque esos nuevos países significaban nuevas rutas comerciales y nuevos mercados.

Así, ese año, el almirantazgo británico comisionó a dos buques (el HMS Adventure y el HMS Beagle) para que partieran a efectuar un reconocimiento de las costas del continente, algo imposible algunos años antes. Partieron en 1826 y durante varios meses estuvieron cartografiando la costa oriental del continente, pero en 1828 el capitán del Beagle, Pringle Stokes, decidió suicidarse, disparándose.

Ante ello, la Real Armada Británica designó como nuevo capitán al oficial Robert Fitz Roy, un muchacho que en realidad tenía solo 23 años y que destacó por dos cosas: por haber descubierto el canal Beagle y por haber secuestrado a cuatro personas: un yagán y tres kawéskar, a quienes rebautizó como Jemmy Button, Fuegia Basket, York Minster y Boat memory, llevándoselos a Inglaterra en 1830, donde el último de ellos murió, al contraer viruela.

Al sur del mundo

El 27 de diciembre de 1831 el Beagle volvió a zarpar rumbo al sur, llevando a Jemmy, Fuegia y York de regreso, pero no era la única situación extraña a bordo. Como Fitz Roy era un hombre complejo y con tendencias depresivas, el almirantazgo temió que pudiere seguir un camino semejante al de su predecesor. Fue por dicho motivo que se decidió que un “caballero” lo acompañara en el viaje. ¿Por qué un “caballero”? Muy simple: debido a las castas sociales, el capitán de un barco era un hombre que prácticamente no podía alternar con sus subalternos, incluso los oficiales, a quienes se veía como “inferiores”. Así, se necesitaba alguien del mismo abolengo, para que pudiera conversar con Fitz Roy y mantenerlo ocupado, por lo cual se decidió que lo acompañara “un naturalista”. De ese modo, uno de los almirantes acudió a su alma mater, Cambridge, donde le recomendaron a un joven de apellido Darwin, hijo de un rico médico, y quien estudiaba sin ningún entusiasmo el bachillerato (pues su padre estaba decidido a que se convirtiera en religioso, a lo que él se negaba), aunque había algo que sí lo entusiasmaba: la geología, la ciencia de moda en la época.

La pareja no podría ser más desigual, ciertamente, pues Fitz Roy era un fanático religioso, que seguía al pie de la letra todo cuando leía en la Biblia.

El Beagle terminó dando la vuelta al mundo, y revolucionándolo, por cierto. Además, cumplió con creces su objetivo, evitar que Fitz Roy cometiera alguna locura, aunque antes de salir desde Inglaterra, el naturalista compró el primer Tomo de “Los principios de Geología”, de Charles Lyell, un libro que contenía ideas que iban claramente en contradicción con los discursos religiosos, pues entre otras cosas sostenía que la Tierra se encontraba en un movimiento perpetuo que no tenía fin ni dirección. Lyell también aventuró que la corteza terrestre subía y bajaba en función del magma. Y eso no era todo: supuso también –fundadamente- que el planeta tenía miles de millones de años, desechando la cronología bíblica.

Otro punto en el cual los compañeros de camarote discrepaban era el relacionado con la esclavitud, pues Charles Darwin la detestaba profundamente, mientras que Fitz Roy –noble británico de rancia estirpe, no hay que olvidarlo- la defendía a tal punto que una vez, tras una discusión por este tema, expulsó a Darwin de la habitación.

El Osorno

Darwin cayó rendido a los pies de América del Sur. Se fascinó con la macro-escala de ríos como el Amazonas o la cordillera de Los Andes, pero había algo que buscaba con ansiedad y que no encontraba: sismos. En una carta a su hermana, en 1834, le comentó que “he tenido mala suerte, porque no ha habido ni un pequeño terremoto”.

No obstante, ello cambió el 20 de febrero de 1835, cuando se produjo el terremoto conocido como “la ruina”, que devastó Concepción, el último megasismo (se estima en 8.5 M, de acuerdo al profesor) que azotó la zona antes del 27/F.

Darwin se encontraba en los días previos navegando cerca de Valdivia y desde allá pudo apreciar la explosión del Volcán Osorno, el 19 de febrero en la noche, lo que calificó como “soberbio espectáculo”, notando después además que había estallado junto a otros dos volcanes: el Aconcagua y el Coseguina.

Ayudado de un telescopio, Darwin señaló que “vemos en medio de las espléndidas llamas rojas, negros objetovs proyectados incesantemente al aire, que después caen. El fulgor es suficiente para iluminar el mar”.

Al día siguiente, el 20, Darwin se encontraba tendido en la costa de Valdivia cuando se produjo el terremoto de Concepción, lo que él también percibió. Si bien debe haber sido un sacudón fuerte para él, señala que “no se experimentaba dificultad alguna para sostenerse de pie, pero el movimiento me produjo un mareo semejante al mal de mar”.

Según su recuento, algunas casas de Valdivia se sacudieron mucho, sin mayores daños, pese a lo cual “todos los habitantes, presa de loco terror, se precipitaron opor las calles”.

Catorce días más tarde el Beagle llegaba a la isla Quiriquina, frente a Talcahuano. Ante ello, recuerda que  “el intendente de esa propiedad viene presuroso a mi encuentro, para anunciarme la terrible nueva del terremoto del 20 de febrero, y me dice que no queda en pie ni una sola casa en Concepción, ni en Talcahuano. Setenta pueblos han sido destruidos y una ola inmensa ha casi barrido las ruinas de Talcahuano”.

Acto segundo, el científico relata que “tengo las pruebas de esta última parte de su relato: la costa está sembrada de vigas y muebles, en confuso montón, como si mil buques se hubieran estrellado allí al mismo tiempo. Además de las sillas, mesas, cajas, etc., se ven los techos de muchos cottages[1]que han sido transportados casi enteros. Los almacenes de Talcahuano han compartido la suerte común y se ven también inmensas balsas de algodón, de hierba mate y de otras mercancías. Durante mi paseo alrededor de la isla veo que numerosos fragmentos de rocas que, a juzgar por las producciones marinas que aún tienen adheridas, debían hallarse recientemente a grandes profundidades, han sido arrojadas a lo alto de la costa; mido uno de esos bloques, que tiene seis pies de largo, tres de ancho y dos de espesor”.

Talcahuano y Concepción

Al día siguiente Darwin desembarcó en Talcahuano y pudo recorrer Concepción también. La descripción que dejó es dantesca. “Las dos ciudades presentan el más terrible espectáculo”, aseverando que “las ruinas estaban tan completamente entremezcladas” que no podía formarse una idea de cómo era antes.

En Concepción, cada fila de casas, cada mansión aislada, formaba un montón de ruinas bien distinto. En Talcahuano, al contrario, la ola que había seguido al terremoto y que inundó la ciudad no había dejado al retirarse sino un confuso montón de ladrillos, tejas y vigas”.

Según Darwin, el terremoto, que dejó un centenar de víctimas se produjo a las 11.30 de la mañana, fue el más grande que se conocía en la historia de la humanidad (se estima que fue magnitud 8.2) y pese a ello, “después de haber visto Concepción, confieso que no puedo comprender cómo escapó a la catástrofe la mayor parte del vecindario”.

Saqueadores

En Concepción, el entonces cónsul inglés en la zona, “Míster Rouse”, como lo identifica Darwin, le contó que “el movimiento del suelo era tan violento que no podía tenerse en pie” mientras se desplomaba su casa. Gateando, salió a la calle, “cegado y sofocado por el polvo que oscurecía el aire”, y luego de ello comenzó a presenciar un proceso que ya conocemos muy bien en esta zona: los saqueos.

Sí, créanlo. Como si fuera una especie de estigma histórico, apenas la tierra comenzó a dejar de moverse aparecieron los saqueadores, igual que en el 27/F e igual que tras el 19 de octubre aunque, según el relato de Darwin, en aquella época eran más religiosos.

“Los que habían podido salvar alguna cosa se veían obligados a velar de continuo, porque los ladrones se unían a la partida, dándose golpes de pecho con una mano y gritando ‘¡misericordia!’ a cada pequeña sacudida, mientras con la otra mano trataban de apoderarse de cuanto veían”.

El tsunami

En la costa, como ya sabemos también, el panorama fue doblemente aterrador. Algunos minutos después del terremoto “vióse, a una distancia de tres o cuatro millas, avanzar una ola inmensa hacia el centro de la bahía. No tenía la más leve burbuja de espuma y parecía enteramente inofensiva; pero a lo largo de la costa derribaba las casas y arrancaba de raíz los árboles con una fuerza irresistible. Al llegar al fondo de la bahía se rompió en olas espumosas que se elevaron a una altura de 23 pies[2]por encima de las más altas mareas. Debía ser enorme la fuerza de estas olas, porque en la fortaleza transportaron a 15 pies de distancia un cañón con su cureña, que pesaba cuatro toneladas. Una goleta fue transportada a 200 metros de la costa y estrellada después contra las ruinas”.

Luego vinieron dos olas más, pero no fue lo único. Como le contaron a Fitz Roy, “se vieron en la bahía dos erupciones: una semejante a una columna de humo, y la otrea parecida al chorro de agua lanzado por una enorme ballena. Por todas partes también el agua parecía en ebullición, se puso negra y dejó escapar vapores sulforosos muy desagradables”.

El naturalista apreció también otros fenómenos que se registrarían 175 años más tarde: que en la Isla Juan Fernández se produjo una gran destrucción; que, curiosamente, en Valparaíso no hubo tsunami, y que las islas cercanas a Concepción (como la Santa María) se levantaron hasta en 10 pies.

Todo lo observado por Darwin en Chile fue fundamental para la posterior comprensión de la teoría tectónica de placas y, por supuesto, para lo que sería su principal contribución al mundo: la teoría de la evolución de las especies por selección natural.

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[1]Negocios.

[2]Tres pies equivalen prácticamente a un metro.