Ls secta de Talcahuano y su líder, el “Hermano Quelo”

Recuerdo perfectamente cuando esa chica se sentó en el asiento de los testigos, en la Tercera Sala del Tribunal Oral en lo Penal de Concepción. Era octubre de 2007 y aunque hacía bastante calor, la joven vestía una parka gruesa, de esas con una amplia capucha que sobresale hacia todos lados, cubriendo las partes inferiores de su rostro. Pensé que era una forma de evitar exponerse a la vergüenza de lo que allí trataría de explicar.

Las declaraciones de varios de los testigos anteriores eran semejantes a lo que ella iba a decir en esa jornada calurosa y húmeda, pero había una diferencia. Algunos de ellos eran obreros de la construcción, comerciantes de la vega, pescadores, dueñas de casa, personas con escasos niveles de educación, la mayoría de ellos domiciliados en la población de Santa Clara, muy cerquita del mar (tanto, que fue uno de los sectores más afectados por el terremoto de 2010), o en otro sector muy popular, el Valle Nonguén, ese trozo del campo adosado al norte de Concepción, donde en los veranos aún se ven carretelas de un eje cargadas de manzanas, hornos de barro humeantes y casas de patios amplios y llenos de árboles nativos.

Ella, sin embargo, era estudiante universitaria. Ya llevaba varios años como alumna de la Facultad de Educación de la Universidad de Concepción y su vocabulario contrastaba fuertemente con el de los anteriores testigos. Como diría un psicólogo, era articulada. Su voz suave y cálida emitía frases sintácticamente perfectas, hilvanadas, sin problemas de subordinación y con las letras ese perfectamente bien pronunciadas.

Todo ello hacía más difícil admitir lo que iba a contar esa cálida jornada, ante una sala llena de desconocidos: que ella también había formado parte hasta poco tiempo antes de una secta encabezada por un sujeto que contaba con escasísima instrucción: “El Hermano Quelo”, cuyo nombre real era Luis Alberto Caamaño Mora.

Al igual que todos los demás testigos, ella había creído que “Quelo” era un enviado de dios, un mesías, un espíritu celestial que había aterrizado en la tierra y que ella había tenido la fortuna de haber sido escogida por él junto a los cerca de cien “hermanos” que formaron parte del grupo original, y que terminaron viviendo en una casa que uno de ellos cedió al supuesto iluminado.

También estaba convencida en ese entonces, como contó en el tribunal, que tener relaciones sexuales con ese sujeto y darle “ósculos sagrados” era parte de una especie de plan divino, una muestra de confianza hacia ese salvador de aspecto vulgar y pelo hirsuto, que predicaba la Biblia día a día para ella, su familia y sus amigos.

El fiscal Carlos Palma, quien indagaba el tema le preguntó si sabía algo acerca de Jennifer, otra de las jóvenes que alguna vez había formado parte del grupo. Claro que sabía, respondió la muchacha, relatando la forma en que Jennifer se había suicidado algunos años antes, en Talca, incapaz de soportar los abusos, como sucede con tantas víctimas.

Luego, el persecutor la interrogó acerca de por qué seguía creyendo en ese sujeto, si era evidente que no se trataba de una enviado de Dios. La testigo, una estudiante universitaria (insisto), no pudo explicarlo en forma racional.

Puede sonar raro, a simple vista, pero no lo es tanto, en realidad.

Hale Bopp

Diez años antes del juicio de Caamaño se produjo un suicidio masivo en California, cuando decenas de seguidores de la secta Heaven’s Gate se suicidaron. Los medios de comunicación difundieron decenas de imágenes acerca de los cadáveres. En todas ellas se veían los cadáveres tendidos en camas, vestidos con pantalones negros y zapatillas Nike de running. De acuerdo con el líder de la secta, Marshall Applewhite, quien decía recibir mensajes de una civilización extraterrestre por medio de mensajes ocultos que le eran enviados a través de las sagas de Star Trek, el cometa Hale Bopp, que pasaría cerca de la Tierra en marzo de ese año, escondía en su cola una nave extraterrestre, donde ellos subirían, para salvarse de un cataclismo que destruiría el planeta (“La nave de los locos”, como la denominaban los medios satíricos estadounidenses).

Por supuesto, subirse a un platillo volante escondido detrás de un cometa no es tan simple, pero Applewhite le dio la solución a sus adeptos: había que suicidarse y, así, abandonar los cuerpos terrenales, pues en la nave les proveerían de cuerpos nuevos. Muy simple.

Así fue como 39 personas se suicidaron, dejando videos donde contaban su felicidad ante el paso que iban a dar. Basta revisar el listado de las víctimas para ver que entre ellas había una enfermera, expertos en computación, empresarios, una periodista, un contador, una estrella de televisión y varias otras personas con educación universitaria.

También, si regresamos a Chile y nos vamos 80 kilómetros al norte de Concepción, a la comuna de Bulnes, donde la secta de Colonia Dignidad poseía su “casino familiar” y una serie de empresas, es fácil apreciar que el nivel de educación no es una vacuna antisectaria: en el grupo no solo había varios alemanes que poseían estudios universitarios, sino que incluso uno de ellos, Gerhard Seewald, era Doctor en Filosofía. Otro era piloto de aviones de combate y otro más, Hartmutt Hopp, era médico cirujano de la Universidad de California-Davis.

Ello, sin embargo, no lo inoculó frente al carisma del líder sectario, el ex cabo de la Wehrmacht alemana Paul Schäfer, ni evitó que este convirtiera lo que inicialmente era una secta ultrabautista en un régimen del terror.

No, no y no. El tener algunos niveles mayores de educación no evita que alguien sea captado por una secta. Quizá sea probable que quienes poseen estudios superiores sean menos proclives a caer en las garras de sujetos como Caamaño, Applewhite o Schäfer, pero parece evidente que nadie está a salvo de ello.

Debo confesar que lo pensé durante el juicio. Caamaño estuvo en silencio prácticamente durante todas las jornadas, atento a lo que decían o musitando un par de cosas con su abogado. Muy pocas veces miraba hacia atrás y cuando lo hacía, en general era para dirigir alguna seña a un grupo de seis fieles mujeres en sus cincuenta y sesenta que lo seguían incondicionalmente, como si fuera un ídolo de rock.

Cada mañana, las seis, vestidas con faldas largas oscuras y con el pelo cayéndoles hasta la cintura, se sentaban Biblia en mano en alguno de los escaños vacíos del tribunal y comenzaban a orar en voz baja. Supongo que eso hacían, pues uno podía ver cómo movían los labios, con los ojos entrecerrados, que solo abrían de par en par, como si fueran persianas que se descorrían en forma automática, cuando “El Hermano Quelo” les dispensaba una mirada.

Entonces, involuntariamente, aquellos rostros mustios y sombríos se iluminaban. A más de alguna se le contraían los músculos de las mejillas y en sus caras se dibujaban leves sonrisas, muecas casi imperceptibles. Luego murmuraban entre ellas, como un grupo de adolescentes que acaban de ser obsequiadas con una mirada por parte del galán escolar de moda, y reiniciaban los rezos.

Los ojos de “Quelo”

En una sola ocasión la mirada de “Quelo” se cruzó con la mía. Eran unos ojos comunes y corrientes, cafés me parece, y recuerdo haberme preguntado qué pasaba en las mentes de esas personas, que se dejaban convencer por ese tipo, tan común como cualquiera de los que estábamos allí. La explicación más simple es la del nivel educacional, pero no es la más correcta, como lo explica Jaime Undurraga, cuyo hijo Pablo fue parte de la tristemente célebre secta encabezada por Ramón Castillo, un psicópata más conocido como Antares de la luz, cuenta en su libro “Mi hijo atrapado por una secta” que el método de control mental destructivo que utilizan las sectas “no se nutre del coeficiente intelectual de las víctimas, sino de su vulnerabilidad emocional, lo que los hace apartarse por completo del plano racional”.

En todo caso, ello no funciona si no hay un líder carismático, que por lo general (cuando se trata de sectas religiosas) dice ser dios, el hijo de algún dios o algún mensajero divino, poseedor de algún mensaje revelado, generalmente relacionado con el fin del mundo, como predicaba Applewhite, o como también lo hacía Antares de la Luzquien estaba convencido de que el mundo se acabaría inexorablemente el 21 de diciembre de 2012 y que en esa fecha nacería el anticristo, el bebé que Natalia Requena esperaba de él, y que nació un mes antes, siendo asesinado a los tres días de vida en Colliguay, Región de Valparaíso.

Pues bien, nada de eso se apreciaba a simple vista en “Quelo”, ni en Paul Schäfer, ni en Jim Jones (quien llevó al suicidio a más de 900 adeptos, en Guyana, en 1979), ni en David Koresh (líder de la secta de Waco, donde murieron 85 personas tras el ataque del FBI, en 1995), ni en otros.

Eran sujetos comunes y corrientes, que ciertamente no hablaban con dioses de ninguna especie, pero que convencían a muchas personas ansiosas de creer en algo. Esa parece ser la clave.

A poco llegar al penal El Manzano, luego de ser sentenciado a 17 años por estupros reiterados en contra de una menor, y por abusos sexuales en contra de dos niñas más, Caamaño se convirtió en el líder del pabellón de los reos evangélicos, como lo descubrió un grupo de estudiantes de periodismo de la U. de Concepción que hizo un reportaje al respecto hace algunos años.

Ignoro si continúa allí o no. Los 17 años de su pena se contabilizaban desde su detención (en 2005), pero hasta 2015 al menos seguía recluido. Ese año presentó un recurso de protección en contra de un suboficial de Gendamería, a quien acusaba de haber vulnerado su fe por enviarlo a mover (junto a otros reos) un pesebre que se había usado en una celebración de Navidad católica y que, según el recurrido, se había utilizado antes incluso para la celebración evangélica, por lo cual el recurso fue rechazado por la Corte de Apelaciones de Concepción y luego por el tribunal máximo del país, hasta donde Caamaño llegó alegando ser víctima de una persecución religiosa que, según la justicia, nunca existió.