La endemoniada de Santiago y su exorcista

—¡Bribón, puto, puta, monigote, beata bribona!—eran algunos de los gritos que emitía una tarde de mediados de 1857 la joven Carmen Marín, desde la cama en la que era mantenida al interior del Hospicio de San Borjas, por aquel entonces ubicado en la primera cuadra de lo que hoy es la diagonal Paraguay, en pleno centro de Santiago.

Los destinatarios de sus insultos eran los sacerdotes, monjas, médicos y público que rodeaban la cama. Afuera, en la calle, guardias municipales intentaban controlar a la multitud que se agolpaba, con la esperanza de ver o escuchar a la endemoniada, la mujer que se decía que allí mismo, en pleno centro de esa capital de país en formación era un concubina de Satanás.

La historia de Carmen Marín es que quizá una de las más conocidas, pero poco comprendidas del Chile decimonónico, y de ella solo sabemos los testimonios que quedaron escritos en un extenso informe que el sacerdote exorcista, José Raimundo Zisternas, dejó escrito acerca del caso, el que incluye la segunda gran línea de información: los reportes de varios médicos, entre ellos el de Juan Antonio Carmona, facultativo que hoy muchos estiman incluso un predecesor de Sigmund Freud, y al cual nos referiremos en una segunda parte de esta crónica.

El informe Zisternas

El 12 de julio de 1857, la curiosidad de Zisternas explotó. Había escuchado numerosos rumores acerca de una “endemoniada” que había en el hospicio y tras comentarlo con los sacerdotes Vitaliano Molina y Ramón Astorga, decidieron partir allá. Según Zisternas, apenas vio a la joven, tenía casi 20 años, estimó que tenía una enfermedad común, para la cual él creyó tener el remedio:

Tráigame una plancha de planchar ropa, bien caliente —pidió a las monjas, con la intención de aplicársela, vaya uno a saber para qué, en la boca del estómago.

Apenas oyó eso (spoiler: aquí comienzan las semejanzas con El Exorcista y otras películas del estilo), la enferma habló de un modo muy peculiar:

A la Carmen quemarás, pero no a mí.

Sí, está bien escrito y otros testigos avalan la versión de Zisternas: Carmen Marín habló de sí misma en tercera persona. El sacerdote no dejó pasar el hecho.

¿Por qué hablas en tercera persona? —le preguntó, pero la respuesta fue la misma.

A la Carmen quemarás, pero no a mí —repitió la muchacha, acompañando su respuesta “de una risa burlesca que jamás he visto igual y con tan violentos movimientos de ojos y de cabeza que no me permitían fijarme bien en su fisonomía”.

A esas alturas, Zisternas ya creía saber qué pasaba.

Si eres el diablo como dicen, no tiene por qué apurarte. Venga la plancha y haremos la prueba —replicó, aunque no insistió más en ello, asegurándole al arzobispo, en el informe, que “jamás pensé en aplicarla”…

Sigamos con el relato. Acto seguido, Carmen “siguió agitándose de un modo violento y con síntomas y contorsiones raras, y para mí enteramente desconocidas, pronunciando algunas palabras bastante groseras”. Luego de ello, la mujer se lanzó al piso y comenzó a golpearse en todas partes.

Una de las monjas intervino entonces y dijo que había que rezar el Evangelio de San Juan, pues eso la calmaba. Uno de los curas (Astorga) inició la lectura, pero eso la agitó más. Zisternas recordaba que “levantó el pecho de un modo extraordinario, formó un gran ruido con los líquidos que había en su estómago y, cuando el evangelio iba en más de la mitad, dobló el cuerpo, abrió cuanto pudo la boca, tomó un aspecto verdaderamente horripilante, los cabellos se erizaron. En una palabra, no parecía una criatura humana”.

El mismo religioso confesaría que en ese momento “la sangre se heló en mis venas”.

Sin embargo, cuando Astorga siguió leyendo y pronunció las palabras latinas “et verbum caro factum est” (“y la palabra se hizo carne”), se calmó todo.

En ese momento, cuenta Zisternas, Carmen Marín se convirtió en una muchacha candorosa, que no tenía recuerdos de lo que acababa de pasar.

Ante ello, el cura habló con las autoridades del hospicio, con el fin de pedir que una junta de médicos la revisara.

Canciones profanas

Al día siguiente, a eso de las 14 horas, relata Zisternas, la habitación de la joven estaba repleta de gente, que la hacía preguntas en francés, latín o inglés. Ella contestaba todo en español, pero obviamente comprendía (según esta fuente) lo que se le decía. En ese momento, el sacerdote Miguel Tagle comenzó a cantar el Magnificat en latín “y la enferma siguiendo la entonación exacta de este cántico pronunció algunas palabras en el mismo idioma, cambiando todas las sagradas por palabras obscenas”. Una de las monjas se puso entonces cantar en francés, y sucedió lo mismo.

Para Zisternas, todo ello era indicio de que la mujer era “arrastrada por cierta fuerza invisible”, que además la obligaba “a obedecer con cierto aire de despecho y de rabia”.

Luego, alguien comenzó a cantar “composiciones profanas” en francés y español, y ella “se reía”.

Como si fuera una película de terror cualquiera, el acto siguiente de todo esto consistió en ponerle un crucifijo de madera en la boca, pero ella se resistió, lo mismo que cuando se lo pusieron en las manos. Asimismo, relata el testigo, “ella no veía, porque las pupilas durante el ataque siempre estaban perfectamente escondidas entre los párpados; no sé que digan sobre esto los médicos, yo por mi parte no comprendo cómo pueda ver una persona en tales circunstancias, solo sé que ella sabía todo lo que hacían”.

Fue en ese momento cuando apareció el primer médico, de apellido Laiseca, quien dijo que se trataba de un ataque nervioso.  Zisternas afirmó que había fenómenos extraños en la paciente, luego de lo el profesional cual se fue.

Las torturas

Otros dos médicos llegaron después. Uno de ellos, de apellido Ríos, pidió cloroformo, pero a mano solo había éter. El médico intentó hacerla oler dicho líquido: “forcejeó como cinco minutos con ella; pero inútilmente, pues se había puesto de bruces y sus fuerzas no bastaron a darla vuelta”. Ríos la había visto anteriormente y dijo que ella tenía una enfermedad, aunque no precisó cual.

A esas alturas, la mente de Zisternas ya flotaba por los páramos de la paranoia y creía que los médicos no quería examinarla en serio, comentando que “no podían o querían explicar este fenómeno”. Más tarde, Zisternas fue a buscar a su casa al médico Lorenzo Sazié (sí, el de la calle de Santiago que lleva ese apellido), Decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, quien llegó a eso de las 18.30 al hospicio y, tras ver a la mujer, dictaminó que era “una ficción”; es decir, que fingía los síntomas.

Zisternas le replicó y Sazié dijo que “se la llevaría al hospital de los locos, le pondría allí cadenas y la daría buena en quince días”.

Ante ello, una de las monjas cantó en francés, y Carmen Marín siguió la melodía. El cura, tratando de probar que nada de eso era ficticio, trató de nuevo de ponerle una cruz y la joven se resistió, dándose vueltas en la cama. Entre cinco hombres no lograron cambiarla de posición.

Satisfecho, Zisternas preguntó a Sazié qué opinaba de eso: “en las excitaciones nerviosas se ha visto muchas veces quebrar los brazos y las piernas antes que doblarlos”.

Ante ello, el sacerdote decidió rezar algunas partes del ritual del exorcismo, “pero cuando llegué a leerle el Evangelio de San Juan Lucas, que también se encuentra en el ritual: in illo tempore: erat Jesus eyinciens demonium el illud erat mutum, etc”, se puso furiosa, salió de la cama y se golpeó horriblemente, pero con ninguno de los evangelios concluyó el ataque, hasta que le recité el Evangelio de San Juan”.

Un par de días después llegaron a verla dos estudiantes de medicina. Según Zisternas, fueron testigos de cómo ella se golpeaba la cabeza contra el suelo, sin que le quedara marca alguna. Otro médico, de apellido Fontecilla, trató de hacerla tomar un crucifijo, sin que lo lograra. Le leyeron parte de las obras de Cicerón (vaya uno a saber por qué) y un médico apellidado Lazcano le habló en francés, respondiendo ella en español, pero en tercera persona.

Finalmente, otro facultativo, el Dr. Villarreal decidió hacer algo. “Sacando un grueso alfiler dijo, voy a hacer una prueba aunque bárbara y, tomando un brazo de la muchacha, metió el alfiler hasta la cabeza, sin que ninguno de los presentes notase en ella la menor impresión, como si se hubiese metido en el brazo de un cadáver. El señor Villarreal, manifestándose sorprendido, dijo la verdad no comprendo lo que hay en esto. El señor Fontecilla agregó: la medicina no alcanza aquí”.

Por supuesto, las torturas no culminaron allí. Trataron de ponerle una medalla religiosa en el cuello, sin éxito, pues la joven la emprendió a mordiscos contra quienes lo intentaban.

Tampoco era primera vez que la sometían a tratos inhumanos. En realidad, toda su vida era una tragedia. Había nacido en junio de 1838 en Valparaíso. Sus padres fallecieron cuando ella aún lactaba y quedó con una tía, quien la mandó a vivir al campo y luego, a eso de los 12 o 13 años, la mandó a un hogar de monjas. Allí, según su propio relato, se encontraba cierta noche rezando, cuando escuchó ruidos que la asustaron. Luego, ya dormida, soñó que lucha con el demonio y “desde ese entonces principia la enfermedad que la atormenta cerca de seis años consecutivos”.

Apenas iniciados los ataques, las monjas de Valparaíso llamaron a un médico, que según Zisternas logró curarla por cerca de dos meses, “aplicándole sangrías, gorros de nieve a la cabeza, baños de lluvia, etc”.

Como nada de eso funcionó pasados 60 días, las monjas devolvieron la joven a su tía, quien se la entregó a su hermano, sujeto que la golpeó salvajemente en una ocasión y que llamaba brujos meicos para que la vieran. Finalmente, decidió internarla en el Hospital de Valparaíso, donde la adolescente trató de suicidarse, amarrando su cuello a soga. Sin embargo, la encontraron con vida, pero la transfirieron al hospicio de San Borjas, en Santiago, donde llevaba ya 14 meses.

Las historias sobre lo que habían visto allí eran increíbles. Entre ellas, se decía que había quebrado un vaso y se había comido los vidrios, y que en cierta ocasión tomó un trozo de carbón encendido con una mano, el que apagó al apretarlo, sin quemarse, según los escritos del religioso.

El exorcismo

Con todo lo visto, Zisternas tomó entonces una decisión: “principié entonces los exorcismos y al momento la muchacha comenzó a darse contra el suelo, saliendo de la cama y dirigiéndose a la puerta de la pieza; como todos quisieron agruparse en torno de ella, lo que era ciertamente imposible, pues habrían en la pieza muy cerca de mil personas, produjo esto un gran alboroto”.

Fue tal el desorden, que decidió suspender el exorcismo y recitar la frase “et verbum caro”, con la cual la joven se volvió a calmar.

En los días siguientes más médicos la revisaron. Uno de ellos, Tocornal, sugirió que ella se “magnetizaba” (es decir, se sentía atraída sexualmente) por Zisternas.

En otra ocasión, una junta compuesta por cuatro médicos le aplicó éter, sin causarle efectos, tras lo cual “le metieron nueve alfileres en distintas partes del cuerpo, sin que manifestase la menos impresión, sino una especie de burla que les hizo cuando le metieron un alfiler en el espinazo”.

No satisfechos con ello, le apretaron las sienes y “según he oído decir a ellos mismos, era imposible que aguantase si hubiese tenido sensibilidad alguna”.

Al día siguiente, y luego de varios otros episodios de golpes, el sacerdote realizó finalmente su exorcismo, tras el cual, según él, “la muchacha quedó enteramente buena hasta el día de hoy”.

En sus conclusiones, Zisternas dijo que lo ocurrido tenía sola una explicación: el demonio se había apoderado del cuerpo de la joven.

Por supuesto, en su fanatismo e ignorancia, estaba completamente equivocado y todo lo ocurrido tenía una explicación en la cual nada tenían que ver seres sobrenaturales, dioses ni demonios.

Mañana: La endemoniada de Santiago y el detective médico que resolvió el caso.

Imagen principal: Pintura de exorcismo del siglo 18, autor desconocido.