La endemoniada de Santiago y el detective médico que resolvió el caso

Esta es la segunda parte de la crónica relativa al caso de la joven que fue sometida a un exorcismo en 1857, debido a que un sacerdote estaba convencida de que había sido poseída por el demonio. Un héroe chileno anónimo, el médico Manuel Antonio Carmona, no solo probó lo contrario, sino que se adelantó en varios años a las teorías de Freud, al explicar qué era lo pasaba en el cerebro de la muchacha.

Histérico”. Ese era el nombre de la supuesta enfermedad que, según el médico Andrés Laiseca, estaba detrás de las convulsiones, falta de sensibilidad y alaridos que cada tanto emitía la joven Carmen Marín, la endemoniada de Santiago

Según Laiseca, “nada tiene de sobrenatural tiene esta enfermedad, nada de extraordinario sino es la inmensa variedad de sus formas, la irregularidad de su marcha, sus diversos modos de determinación y la falta de rasgos característicos y constantes”.

Es por ello, agregaba en el informe que hizo llegar al cura y exorcista José Raimundo Zisternas, que “allá en tiempos remotos se daba el nombre de endiabladas o de endemoniadas a las personas que la padecían; nombre que hoy se ha reemplazado por más modesto, aunque no más inteligible, de espirituadas”.

Con él coincidió otro de los médicos que la vio, Juan MacDermott, quien dijo que “soy de opinión que debemos calificar el mal como un histérico sumamente agravado”.

Su colega Eleodoro Fontecilla, sin embargo, no lo veía con la misma decisión. Según él, los síntomas no eran propios de la epilepsia o la catalepsia, y tampoco encontró motivo por el cual ella sufriera “las más horribles convulsiones” cuando escuchaba el Evangelio de San Juan, motivo por el cual estimó que era necesario revisarla de nuevo.

Otra opinión que figura en los antecedentes recopilados por el informe de Zisternas es el de un joven estudiante de medicina, Joaquín Barañao, quien opinó que “el caso es enteramente sorprendente y raro para juzgarlo con franqueza”, concluyendo que “creo, señor, que dichos fenómenos reconocen una causa desconocida en la medicina, y no alcanzo a comprender cómo puedan ser clasificados en un cuadro de enfermedades, pues no sé qué nombre dar a esos accidentes de tal naturaleza y carácter”.

Zenón Villarroel, por su parte, aseveró que también necesitaba efectuar más observaciones. Otro facultativo, identificado solo como V.A. Padin, también estaba muy impresionado con lo ocurrido cuando se rezaba delante de la muchacha, estimando que nada de lo que acontecía se parecía a lo que “la ciencia médica describe como enfermedad”.

El frenólogo

Benito García Fernández, Doctor en Medicina de la Universidad de Madrid, en tanto, efectuó una detallada descripción del cuerpo de la víctima, en la cual dejó constancia de los tormentos a los que había sometido, en pos de su sanación: “tiene en las partes laterales del cuello y detrás de las orejas cicatrices como las que dejan las picaduras de sanguijuelas; en la flexura de los brazos, en los dos, tiene pequeñas cicatrices como las que dejan las sangrías del brazo”.

En su cara, describió, había rastros evidentes de viruela, pero a lo que más atención fue a su cráneo, dado que García era un frenólogo; es decir, alguien que creía que era posible predecir la personalidad e inteligencia de alguien por la forma de su cráneo.

De ese modo, García estimaba que “si hubiéramos de juzgar a Carmen Marín por su organización, diríamos que sería una buena esposa, excelente madre de familia, bastante moral, muy filantrópica, muy aficionada a lo bello, buena religiosa, con bastante capacidad para observar las cosas y más para reflexionar”.

El español también se preocupó de hurgar en su historia. Carmen le contó con detalles la noche en que, en Valparaíso, tuvo mucho miedo y le pareció que peleaba con el diablo. También le relató todos los “remedios” que había recibido, lo que más parece un listado del Tribunal del Santo Oficio, que algo que pueda ayudar a alguien: “sangrías en los dos brazos y los pies, infinidad de aplicaciones de sanguijuelas al cuello, detrás de las orejas y abajo; cáusticos a la nuca, nieve a la cabeza, vomitivos y purgantes, incluyendo el quimagogo; píldoras y bebidas, innumerables, además de muchos remedios de médicas y adivinos, siendo todo inútil”.

Más inofensiva fue la piedra de altar molida, disuelta en agua bendita, que le dio a beber una meica.

García fue también el primer médico en notar un detalle: cada vez que estaba por sobrevenirle un ataque “ella, la paciente, solo siente un zumbido al oído izquierdo, que en seguida se pasa al derecho, después no sabe nada”. Igual que Laiseca y que MacDermott, estimó que lo que le ocurría “se parece a un histérico, pero sin llantos ni aflicción”, aunque también señaló que había rasgos de epilepsia en lo que sucedía.

 Otro detalle que captó fue que había básicamente dos tipos de ataques, y aunque no fue muy elegante en su descripción, dejó constancia de ellos: “en el uno está muda y sorda, no se ríe y parece tonta, Se le hincha mucho el cuello y se lleva con frecuencia la mano a la garganta como para arrancarse alguna cosa que la ahogase”.

Respecto del segundo tipo de ataques, los describía como “habladores y alegres, (que) le daban tres días seguidos, alternando con los ataques mudos”.

Era en esos momentos (vaya uno a saber por qué García denominaba esos ataques como “alegres”) es cuando ella insultaba a todo el mundo, se golpeaba y se enfurecía ante los rezos. Es más. El mismo profesional señalaba que “en estos ataques, su fisonomía es burlesca y sarcástica, y según la feliz expresión de un inteligente que la ha visto bien, solo el diablo podría reírse y burlarse como ella lo hace”.

Otro dato importante que recopiló el médico, es que a uno de esos ataques ella les tenía un nombre: les decía El tonto. Justamente en medio de uno de ellos, García le tomó el pulso. Tenía 140 pulsaciones por minuto. Antes de comenzar, registraba 80.

Al terminar el ataque, el médico le abrió los ojos: “lo negro de ellos estaba vuelto hacia arriba y afuera del lado izquierdo y hacia arriba y adentro el del lado derecho”.

Con ello, comentó que era posible que se tratara de “una enfermedad histérico-nerviosa u otra cualquiera, pero de las convulsivas, aunque un poco rara”.

Luego, “tomé su cabeza entre mis dos rodillas y la apreté convulsivamente con todas mis fuerzas, poniendo el dedo pulgar detrás del lóbulo de la oreja”, pero nada: la chica estaba insensible. Asimismo, cuando le pusieron una cataplasma de mostaza en la espalda, luego vieron que pese todo el rato que había estado sobre su piel, no había marca alguna.

Y vaya qué métodos tenía este médico del terror: “durante ese tiempo le di muchos alfilerazos”, sin que según él ella siquiera se quejara del dolor. García también fue testigo de un diálogo entre el cura Zisternas y la joven, más propio de una novela de Stephen King que de un hospital de monjas:

Zisternas: ¿Tengo yo facultades para echarte?

Carmen: Sí.

Zisternas: ¿A qué signo obedeces?

Carmen: Al evangelio de Juan.

Zisternas: ¿Por qué atormentas a la Carmen?

Carmen: Para probar su paciencia.

Zisternas: ¿Cuándo volverás?

Carmen: Dentro de año y medio.

Zisternas: ¿Volverés bajo la misma forma?

Carmen: No se sabe.

 Sin embargo, al final, la conclusión del frenólogo fue una sola: “La Carmen Marín es endemoniada”.

El detective médico

Manuel Antonio Carmona, quien se definía a sí mismo como “profesor de ciencias médicas y del Derecho” y como “excirujano de primera clase del Ejército restaurador del Perú”, era sin dudas un personaje novelesco, a tal punto que el periodista Francisco Aravena lo escogió como uno de los personajes que pueblan su magnífica novela “La vida eterna de Phineas Gage”.

En el extenso informe que emitió a Zisternas, Carmona se internaba en ámbitos que la medicina entonces solo intuía, por ejemplo, la genética. Así, uno de sus primeros comentarios era que si bien la víctima era una muchacha pobre, “es pariente consanguínea de cierta familia ilustre de esta capital de Santiago, cuya espiritualidad o excentricidad característica ha llegado en alguno de sus miembros hasta la locura”.

Profundizando lo averiguado por García, determinó que así como eran dos tipos de ataques distintos, la muchacha usaba dos formas de denominarlos. Uno, ya sabemos, era El Tonto, y al otro le llamaba Nito, al cual califica como “un diablo bonito y que dice cuanto siente”. Respecto del episodio de terror viviendo en Valparaíso, el facultativo determinó que esa noche fue la primera vez en que ella sintió un golpe o zumbido en el ojo izquierdo, dolor que traspasaba hacia la lado derecho de su cráneo y la dejaba “como muerta, sin sentido, sin conciencia de sí misma y sin libre albedrío”.

Luego de que saliera del hogar de las monjas francesas porteñas se produjo un episodio que nadie había mencionado antes: “se la vio vagar y familiarizarse con mujeres de mala muerte, de esas que a fuerza de comunicarse íntimamente con los inmigrantes europeos entienden y hablan idiomas. No se sabe si la Marín se asociaba con ellas por corrupción o la desgracia de ser una menesterosa”.

Bingo: por eso entendía (más no lo hablaba) algunas palabras en inglés. Francés ya sabía porque… vivía antes con monjas francesas…

Carmona también puso atención a otro episodio que Carmen Marín contó en uno de sus ataques y que tampoco nadie había descubierto antes: “que una mujer que administraba una fonda en Valparaíso con quien vivía y se vino a esta capital tenía un hijo, el cual dio (a Carmen) muchas pruebas de cariño y compasión”.

Cierto día, sin embargo, y debido a que ella había tenido un ataque “la condujeron a un cierto y allí la dejaron encerrada bajo llave y a disposición de aquel amante…”.

En otras palabras, Carmen era una jovencita que además de la pobreza, del abandono, de su enfermedad y de los suplicios a que la sometían para curarla, había sido violada.

El tercer indicio que llamó la atención de Carmona fue un monólogo de Carmen, en medio de uno de los ataques, luego de que cantara y bailara “del modo más voluptuoso”. Tras ello dijo “Carmen vive agradecida de María, porque está recibiendo de ella muchos favores, pero aunque no quiere Carmen ofender a María, tenga cuidado esta, pues Juan, el marido de María, la está hablando de amor: y se ha de enredar con Juan, y más tarde con el hijo, porque Carmen no guarda lealtad a nadie…”

Sí, nuevamente en diálogo en tercera persona. ¿Señal demoniaca, como pensaba el cura Zisternas? Para nada. Según explicaba el científico, “la Marín habla de ella misma en tercera persona en todas sus situaciones anormales, como si padeciese un extravagante error de juicio”.

Con todos esos elementos, Carmona, ese detective médico decimonónico que tuvimos en Chile, concluyó que “María” era la dueña de una casa en la cual la muchacha vivió antes de llegar al Hospicio de San Borjas, y que el Evangelio de Juan generaba todo tipo de reacciones en ella no porque los demonios se indignaran ante ese nombre, sino porque su evocación la hacía acordarse de Juan, quien había engañado a María con ella…

No cabe duda de que la memoria de un nombre, de un suceso terrible o agradable o de una sensación cualquiera, basta por sí sola para ocasionar movimientos instintivos o ya experimentados”, escribió, agregando que según diversos tratados de medicina “las convulsiones o espasmos esenciales son los medios más a propósito de que se vale la naturaleza humana para resolver y terminar ciertas afecciones o ataques nerviosos”.

Ante ello, razonaba que “es posible que la imagen del diablo que la amedrentó en la capilla, o que la memoria de Juan, sea como el punto de partida que suscita en el organismo de la Marín, combinándose con otras concausas, actos y fenómenos idénticos a los indicados”.

Asismismo, desmintió que ella fuera inmune a todo. Describió haber visto le aplicaban éter y alcalí en las fosas nasales, y haber escuchado cuando ella pedía “no más, no más”, y que también, luego de algunos “tratamientos”, dice sentirse adolorida. Sin embargo, vio cuando la pinchaban y ella nada sentía, lo que en todo caso también tiene explicación: “la sensibilidad de la piel es una propiedad o un atributo del ser racional, independiente de la voluntad, y la insensibilidad del mismo órgano es un síntoma morboso característico, cual ningún otro, de la epilepsia propiamente dicha” y de varias otras enfermedades que enumera, entre ellas, varias variantes del “histérico”.

Ante ello, determinó que “el cuadro que he bosquejado, sin apartarme de la realidad del original, nada ofrece por cierto de maravilloso o desconocido: cualquier médico verá en él, haciendo abstracción de todo lo demás que he dicho y voy a decir, el segundo grado o estado de una pasión histérica, bastante marcada”, advirtiendo que los fenómenos que se observaban en torno a la enfermedad “deslumbran y confunden a cualquiera que no los observe profundamente con los ojos del entendimiento”.

Del mismo modo, y tal como lo había advertido otro de los profesionales que la vio, Carmona presumió que en medio de todo esto quizá existía una suerte de deseo subconciente de parte de ella en orden a agradar a Zisternas, debido a lo que él llamaba “las simpatías magnéticas entre el exorcista y la exorcizada”.

Criticando en forma muy sutil al exorcista por el apuro que tenía en orden a contar con informes médicos, dijo también que “respeto mucho a los antagonistas a mi opinión, pero respeto más la verdad y el deber”.

Como señalara posteriormente Armando Roa en su libro “Demonio y psiquiatría: aparición de la primera conciencia científica de Chile”, Carmona se adelantó en varios años a Sigmund Freud, al entender que lo que mandata las conductas de la joven no era el demonio ni nada semejante, sino la parte subconsciente de su psiquis.

 

Lee la primera parte: La endemoniada de Santiago y su exorcista