El intrincado crimen de la legación alemana y el periodista chileno que lo resolvió

Parecía ser el crimen del siglo, un caso salido de la mente brillante de una Agatha Christie o un Arthur Conan Doyle, pero el escenario no era el centro de Londres o algún exótico paraje del medio oriente, sino Santiago centro, la esquina de Nataniel con Alonso de Ovalle, más precisamente, casi-casi frente a la Moneda, por el lado sur de la alameda.

Sin embargo, nada era lo que parecía, sino que, por el contrario, detrás de lo que comenzó el 5 de febrero de 1909 estaba uno de los crímenes mejor planificados jamás cometidos en Chile, que solo quedó al descubierto por la persistencia de un entonces joven reportero y del primer peritaje forense dental realizado en el país.

Ese día, poco antes de las 14 horas, los vecinos de calle Nataniel vieron cómo un espeso humo salía desde el interior de la Legación Imperial de Alemania en Santiago; es decir, la embajada de dicho país.

Verano, Santiago y el fuego son una combinación nefasta. Cuando los bomberos lograron controlar las llamas, a eso de las 16 horas, estas habían destruido, además de la casa de dos pisos donde estaba la legación dos casas vecinas, por calle Nataniel, y otras tres, por Alonso de Ovalle.

Tres horas y media más tarde los bomberos confirmaron los peores temores del canciller (embajador), Hans von Bodmann, quien pensaba que el segundo secretario de la legación, el también alemán Wilhelm Beckert Frambahuer, podía estar adentro. De hecho, se creía que era la única persona que estaba en el inmueble, pues tanto Von Bodman como el primer secretario, Johann von Welzeck,habían salido, lo mismo que las secretarias y también el guardia, el exsoldado Exequiel Tapia, a quien supuestamente Beckert había enviado a hacer algunas compras, a eso de las 11.30 de la mañana.

Lo primero en aparecer, en medio de los escombros, fue un pie.

Retrato de Beckert
Retrato de Beckert.

El pie del bueno de Beckert, se lamentó el canciller.

Luego aparecieron la cabeza y el resto del cadáver, completamente calcinado, aunque conservaba algunos jirones de ropa y los efectos personales de Beckert, algunos de ellos muy característicos: su cigarrera y sus anteojos de cadena que usaba siempre, los que se prendían desde el chaleco. Además, llevaba el anillo de matrimonio del diplomático, que adentro decía “N.L. 13-3-99”. Las iniciales correspondían al de su esposa chilena, Natalia López, y la fecha, a la de su matrimonio con ella.

Poco rato después, los bomberos encontraron la caja de fondos de la legación, descerrajada y abierta. Se habían robado tres mil pesos de ella, al menos.

Robo, homicidio, incendio. Esas eran las tres palabras que indefectiblemente rondaban en las cabezas de todos quienes, minutos antes, querían pensar en un accidente, un hecho fortuito.

Alberto Molina, el médico forense con que contaba la entonces policía de Santiago, terminó por sepultar dicha teoría, al revisar en forma externa el cadáver, ya cuando caía la noche.

—A este hombre le falta la mitad del cráneo y no le ha caído encima una viga o algo parecido — dictaminó con solo mirar los restos aún humeantes.

Homicidio, eso era, y la víctima era un diplomático perteneciente a una de las mayores potencias de la época, una que, además, contaba con amplias simpatías en Chile.

Vaya problemón.

Al sitio comenzaron a llegar todos los jefes de la policía, dos jueces y finalmente el ministro de hacienda, que entregó las condolencias del gobierno, comprometiendo además todos los recursos del caso para averiguar quien había asesinado a ese padre, esposo y funcionario ejemplar que era Guillermo Beckert.

Ya había oscurecido cuando el juez del Tercer Juzgado del Crimen de la época, Juan Bianchi Tupper, comenzó a preguntar por el guardia, el único de los funcionarios que a esa hora aún no aparecía, junto al finado. La policía hizo algunas rápidas pesquisas y les dijeron que muchas veces se ponía a beber y se desaparecía por varios días. Bianchi, de todos modos, dio instrucciones de encontrarlo.

La pista

Vicente Donoso Raventós, "El Chino Donoso".
Vicente Donoso Raventós, “El Chino Donoso”.

A la mañana siguiente, un sábado, tres médicos efectuaron la respectiva autopsia y luego el cuerpo fue entregado a la familia y llevado hasta su casa, en calle Purísima 276 (Providencia), para ser velado.

Todo lo anterior había sido ya extensamente cubierto por el periodista del diario de La Unión (de Valparaíso) Vicente Donoso Raventós, más conocido como “El Chino Donoso”, pero esa jornada, ya en la tarde, le llegó un dato que hizo hervir su sangre de sabueso. Según le contaron, a Bianchi le habían entregado un testimonio que el magistrado desestimó sin pensarlo mucho. Jorge Délano, “Coke”, contaba en su biografía titulada “Yo soy tú” que muchos años después, “El Chino Donoso”, le había explicado que esa tarde, supo que otro ciudadano alemán se había encontrado la madrugada del 5 de febrero con Beckert, pero que “el juez lo tomó por loco y le pidió que no complicara más las cosas; ya el cadáver carbonizado había sido reconocido oficialmente como el de Guillermo Beckert”.

Siguiendo la pista

En pocos minutos, el periodista averiguó el nombre del testigo desestimado por el magistrado. Se trataba de Otto Isakovich, un austriaco que trabajaba en la joyería Imperial, ubicada en calle Estado. Era un sábado por la tarde, por ende la tienda no estaba abierta y, ante la necesidad de encontrar a Isakovich, según cuenta el mismo Donoso en su libro “Beckert o el crimen de la legación alemana”, que se puede leer o descargar aquí, partió a buscarlo al Club Alemán, ubicado en ese tiempo en la galería San Carlos.

Sin embargo, nadie lo conocía. Como si fuera un manual de periodismo respecto de cómo se encontraba a alguien cuando no existían celular ni whatsapp, el reportero relata que a continuación fue a hablar con dueños de negocios que estaban abiertos en calle Estado, pero el resultado fue similar.

Ante ello, decidió regresar al club, convencido de que alguien allí debía al menos ubicarlo. Y tuvo suerte, pues una persona le dijo que si bien no lo ubicaba, sí conocía a otro empleado alemán de la joyería Imperial, Guillermo Hadler, y le dio su dirección.

“El Chino Donoso” partió a la casa de Hadler, quien le confirmó que Isakovich se había encontrado en la madrugada con Beckert, pero que este se había hecho el loco, fingiendo no conocerlo.

Hadler, además, sabía donde residía Isakovich: en el Hotel Royal. De hecho, estaba allí desde el día anterior, pues las dos habitaciones en que vivía quedaban en una de las casas quemadas contiguas a la legación. Más encima, Hadler comentó al sabueso Donoso que Isakovich conocía a la perfección a Beckert, pues antes habían vivido juntos en una pensión ubicada en calle Santa Rosa.

Bingo.

“El Chino Donoso” partió a toda la velocidad al hotel. Allí lo atendió el dueño, José Behm, quien le confirmó que Isakovich alojaba allí, pero no estaba.

Frustrado, Donoso cuenta que “una idea rápida pasó por mi imaginación. Tal vez este señor pueda saber algo” y le relató en que andaba.

Behm lo escuchó con atención y le respondió que, claro, él sabía que Isakovich había visto a Beckert, y no lo sabía de oídas. El también lo había visto.

Según relató, el día anterior, y luego de que Isakovich llegara con lo puesto a su hotel, él lo invitó al teatro, junto con su hija. La función terminó tipo 12.30 y cerca de la 1 llegaban al hotel, cuando su nuevo pasajero vio a alguien familiar en la calle, que subía a un coche, y se apartó unos metros para saludarlo. Era Beckert.

Isakovich volvió desconcertado donde Behm y su hija. Les dijo que se trataba de un amigo y que cuando lo saludó este fingió no saber de quien se trataba. Su desconcierto aumentó a la mañana siguiente, cuando leyó en el diario que Beckert supuestamente había muerto en el incendio. Ante ello, decidió partir a la policía.

El otro desaparecido

Aprovechando el tiempo, “El Chino Donoso” fue a Ñuñoa, a buscar el callejón donde vivía Exequiel Tapia, quien el periodista estaba convencido de que era la víctima, no el victimario, como todos pensaban.

Tras preguntar por él en distintas partes dio con la casa, en la cual la atendió su esposa, Bienvenida Salgado, a quien describió como “una pobre mujer con un niño en los brazos y que lloraba resignadamente”. Ella le relató que tenían dos hijos, de uno y cuatro años, y desmintió la especie de que su marido fuera un bebedor, algo que Donoso refrendó también con otro exsoldado que lo conoció.

Según la explicó Salgado, “yo no creo que el cadáver encontrado sea el del patrón” (Beckert), por lo cual había pedido que la dejaran ver el cuerpo, pero no hubo caso. Donoso le preguntó si reconocería el cadáver. Ella le dijo que sí, por la dentadura.

Mi marido tenía todos sus dientes y muelas buenas, solo tenía una picada —replicó.

Por cierto, a esas alturas ella no sabía que al cuerpo hallado, antes del incendio, le habían demolido todos los dientes y muelas con un martillo, pero esa idea de ella sería fundamental para a resolución del caso.

Lleno de energía, Donoso regresó al centro y fue de nuevo al hotel. Esa vez halló a Isakovich, quien estaba malhumorado y le dijo que todo lo que tenía para contar ya lo había declarado.

Finalmente, el reportero logró convencerlo.

Isakovich le relató que esa noche, después del teatro, reconoció a Beckert por su caminar. Al verlo, se dirigió de inmediato hacia él, deseoso de saber más detalles del incendio donde había perdido todas sus cosas, por lo cual le habló en alemán, pero Beckert le respondió en español, diciéndole:

No le conozco a usted.

Ante ello, le preguntó de nuevo en alemán cómo era eso de que no le conocía. La respuesta fue la misma, de nuevo en español: “no lo conozco”, luego de lo cual Beckert subió a un coche.

Ante su incredulidad, Isakovich le preguntó lo mismo por tercera vez y de nuevo le respondieron que no lo conocían.

El austriaco estaba particularmente molesto. Conocía tan bien a Beckert que no solo habían vivido juntos en la misma pensión, sino que además él había sido quien había confeccionado su anillo de matrimonio. Debido a ello prestó testimonio ante el jefe de la sección pesquisa de la policía, Eugenio Castro, quien llevó la historia hasta el juez.

No hay muerto malo

Los funerales de Beckert estaban programados para el domingo, pero ante la insistencia de Castro y del periodista, el juez decidió ordenar una nueva autopsia, la cual sería practicada por dos médicos alemanes y un chileno, y que contaría además con la presencia de las esposas de Tapia y de Beckert.

Tras un breve examen del cuerpo, el médico patólogo alemán Max Westenhöffer, quien había dirigido la primera autopsia, declaró que el resultado era el mismo: se trataba de Beckert. Para ello, mostró los restos de una camisa de género rayado, en la cual se alcanzaban a ver las iniciales “G.B.” y partes de un pantalón, que la esposa del secretario de la legación reconoció como las que llevaba ese día.

A juicio del médico germano, la causa de muerte era un homicidio producido por el golpe en la cabeza, que le produjo un estallido del cráneo, y por una puñalada en el corazón, ante lo cual razonaba que lo más probable es que fueran dos homicidas.

El cráneo hallado después del incendio.
El cráneo hallado después del incendio.

Ante la insistencia del periodista y la viuda de Tapia por revisar los dientes del cráneo, los médicos dijeron que “no se podía reconocer en esa masa informa ningún detalle de la boca”.

Así las cosas, se decidió proceder a los funerales. En ellos, el canciller alemán dijo, confirmando aquel viejo y sabio dicho de que no hay muerto malo, que “el difunto era un hombre dotado de cualidades nobles y de corazón bondadoso. Era un hombre que no podía ver sufrir a nadie y a quien todos lo que lo conocían deben haber querido y apreciado”.

Por supuesto, todo eso era completamente falso. Beckert era un delincuente avezado, un psicópata que tenía un largo historial de delitos, que había comenzado con el asesinato de un rival amoroso en Nuremberg (a quien mató de una puñalada, en un duelo) y que siguió con un crimen muy parecido a lo ocurrido en Santiago, pero en Paris, donde, como averiguó Donoso, se estableció primero luego de huir de Alemania.

Allí, comenzó a trabajar en la peletería de Edmundo Grillet, donde a los dos años estaba convertido en el hombre de confianza del dueño. Enamorado de una corista española que se iba a trabajar a Uruguay, Beckert le compró un esqueleto humano a un estudiante de medicina, y un sábado robó la caja fuerte, sustrayendo 95 mil francos. Luego de eso, puso sus ropas al esqueleto y huyó por el techo, incendiando el local y haciendo creer que él era el fallecido.

Tras viajar a América, viviendo fastuosamente, se gastó todo el dinero, por lo cual robó las joyas de la corista (que a esas alturas era su pareja) y huyó desde Montevideo a Chile. Derrochó lo que tenía en Vadivia y Osorno y luego de ello se fue a Santiago. Trabajó algunos meses en la contabilidad de la empresa de Tracción Eléctrica y comenzaron a sospechar que estaba robando. Le pidieron los libros de contabilidad, que guardaba en su casa, pero cuando llegó a la cita argumentó, mostrando una herida mínima en la mano (cualquier semejante con otro caso es pura coincidencia, no sean mal pensados), que lo habían asaltado y justo, justo, le habían robado los libros. Lo despidieron igual, acusado de robar cinco mil pesos.

Nadie sabe cómo, en 1895 consiguió ser admitido como inspector en el internado del colegio Alonso de Ovalle, de la Compañía de Jesús, donde ganó fama como un sujeto violento y despótico, debido a lo cual duró unos pocos meses, siendo expulsado por los jesuitas.

Como este país es un pañuelo, uno de los alumnos de ese año en el San Ignacio sería quien después lo perseguiría hasta el final, “El Chino Donoso”, quien en su libro, de hecho, dedica varias páginas a su época de estudiante y el miedo que sentían hacia Beckert.

“Gozaba de la más triste fama de crueldad con los muchachos y por la más leve falta nos zurraba con la temida palmeta, hasta sacarnos sangre de las manos”, recordaría Donoso ante “Coke”, hacia 1939.

Tiempo después de su expulsión del colegio, el alemán supo de una vacante en la legación de su país en Chile y fue aceptado.

Carta de ultratumba

Por cierto, el juez también creía que Beckert era la víctima, por otros datos que le habían llegado, entre ellos dos cartas de supuestas amenazas, relacionadas con un violento incidente ocurrido en la localidad de Caleu, casi un año antes.

Como cuenta Santiago Benadava (quien escribió otro libro sobre Beckert), el 4 de enero de 1908 siete ciudadanos alemanes que andaban de paseo en esa localidad, ubicada al norte de Santiago, se internaron por los cerros del sector, cuando se encontraron con una turba de chilenos que, confundiéndolos con asaltantes (pues habían ocurrido tres asaltos en el sector) los atacaron a tiros, matando a uno de ellos y dejando a otros cinco gravemente lesionados, hecho que, como es obvio, generó un fuerte incidente diplomático que ocupó las portada de los diarios por muchos meses.

Justamente, aprovechando ese hecho, y urdiendo desde mucho tiempo antes la trama, es que Beckert comenzó a hablar a dos amigos alemanes, de apellidos Neupert y Siviers, sobre el temor que tenía de ser víctima de un asesinato, como una venganza en su contra por lo de Caleu. Días antes del incendio, de hecho, les dejó una carta digirida a Von Bodmann, pidiéndoles que se la entregaran si algo le llegaba a suceder. Además, en una actitud bastante anómala, le dijo a Neupert que si él moría, se casara con su viuda dentro de seis meses.

“Yo supongo que cuando usted reciba esta carta, ya habré muerto”, decía la misiva, la cual decía que estaba seguro de que sería asesinado, y pedía que otra carta que había dejado fuera puesta en conocimiento del presidente Pedro Montt.

En ella argumentaba que “si la justicia logra detener a mis victimarios, sírvales mi perdón de escudo y su indignación de defensa. Debo suponer que ellos creyeron una obra meritoria al asesinarme y servir a la causa de aquellos infelices de Caleu”.

Con un gran sentido dramático, agregaba que “parece extraño y ridículo que un vivo escriba de esta manera, como de ultratumba. Pero el presentimiento de mi muerte ha adquirido en mí los caracteres de una certeza”.

Asimismo, ante ellos y otros amigos, desde unos seis meses antes, había comenzado a quejarse de estar muy mal físicamente, asegurando que cualquier esfuerzo le generaba dolores en el pecho y agregando que por todo eso temía que, si lo agredían no tuvieran ninguna chance de defenderse.

Sin embargo, eso no es todo. Se descubrió también que el mismo día del incendio, Beckert había puesto en arriendo su casa, a contar de marzo, por lo cual se cree que quizá estaba en concomitancia con su esposa y probablemente con Neupert.

El comienzo del fin

German Valenzuela Basterrica.

Donoso nunca explicó cómo logró convencer al juez de su teoría, pero lo consiguió, y el magistrado autorizó exhumar el cráneo.

—Junto con el doctor Valenzuela procedimos a sacar de su urna los restos de la cabeza carbonizada que ahí estaba sepultada ba
jo el nombre de Guillermo Beckert —le explicó en 1939 a Jorge Délano, refiriéndose a Germán Valenzuela Basterrica, director de la entonces Escuela Dental de la Universidad de Chile.

Eran otros tiempos, sin duda:

—Envolví aquellos restos en un diario y le pedí a don Germán que nos dirigiéramos al consultorio del dentista Denis Lay quien, según mis averiguaciones, había atendido a Beckert. Tomamos un carro Catedral y dejamos el macabro envoltorio sobre el asiento. Con tanto interés íbamos discutiendo los pormenores del crimen y sus proyecciones internacionales, nada favorables para nuestra patria, que seguimos viaje sin darnos cuenta de que debíamos bajarnos. Descendimos sobreandando del tranvía, ¡pero habíamos olvidado la cabeza del muerto en el asiento!

Corrieron tres cuadras detrás del tranvía, hasta alcanzarlo y recuperar el cráneo.

Los archivos de Lay mostraban que este había atendido varias veces a Beckert, en 1906 y gracias a esos datos Valenzuela pudo examinar el cráneo. Pese a la destrucción que manifestaba y la falta de los dientes, se determinó estaba la raíz de todos los dientes, pero a Beckert le habían extraído varios dientes. Además, se trataba de la dentadura de un hombre de menos de 30 años, y Beckert tenía 38.

No era la cabeza de Beckert, definitivamente.

Se inició entonces una verdadera cacería humana para dar con el paradero de Beckert, quien fue controlado por la policía de la época en Victoria, pero pudo zafar exhibiendo documentos falsos, a nombre de Ciro Lara Molke.

Finalmente, fue detenido por Carabineros (que por aquel entonces era un regimiento rural) el 13 de febrero en el paso Pino Hachado, a la altura de la Provincia Bio Bio, y trasladado a Santiago. Iba con un baqueano y un italiano que lo acompañaba, que fueron también arrestados, y además se había afeitado la barba y teñido el pelo, de un tono oscuro.

Según se determinó en la investigación que ahora llevaba un ministro de la Corte Suprema, José Salinas, en realidad el dinero que había robado en la legación era un monto mucho mayor al pensado inicialmente (eran por lo menos 27 mil pesos).

Beckert alegó que había asesinado a Tapia en defensa propia, como le dijo a Donoso, cuando este lo entrevistó apenas había sido detenido.

—Se me acusa del asesinato de Tapia y de incendiario. Maté a Tapia en defensa propia. Lo sorprendí cuando estaba trabajando en mi escritorio. El en compañía de otro sujeto querían asesinarme. Fue en un momento de locura, en que no supe lo que hice y arranqué inmediatamente.

Por cierto, el gobierno alemán despojó de inmediato a Beckert de su fuero diplomático, lo que permitió procesarlo.

El crimen

En la indagatoria, se estableció que Beckert vivía fastuosamente junto a su esposa y que llevaba un año planificando el crimen y que, el día de los hechos, dijo delante de todo el mundo a Tapia que necesitaba que fuera a comprar varias cosas. Sin embargo, antes de que saliera, lo llamó con un gesto a su oficina. Allí lo golpeó en el cráneo con un martillo, pero todo indica que ese golpe brutal no fue suficiente, por lo cual le dio dos puñaladas más: una en el pecho y otra en un fémur, tan violenta que le fracturó el hueso.

Luego, para extraerle los dientes, pues todo indica que Beckert sabía ya a esas alturas que en algunos países se estaban efectuando periciales forenses odontológicas, “tomó entre sus dedos el labio superior del cadáver y de un solo corte lo desprendió hasta la altura de la nariz, dejando sin su natural cubierta las pálidas encías y la dentadura blanqueando como en una carcajada horrible”, según escribió Donoso.

Acto seguido, hizo lo mismo con el labio inferior “metiendo ambos restos en un bolsillo del traje de la víctima. Enseguida, con ensañamiento de hiena, a golpes de martillo quebróle la dentadura, hasta la raíz de los incisivos. Recogió cuidadosamente cada pedazo de diente que caía y los metió también entre la ropa de la víctima”.

Luego, Beckert tomó un frasco de ácido que había llevado antes a su oficina y lo derramó sobre la cara de Tapia. También había llevado botellas con alcohol, con las cuales empapó el cadáver, al cual incluso abrió la boca ya informe, metiendo el inflamable líquido adentro. Luego de ello, tomó el cadáver y lo metió a la chimenea con tapa que había en su oficina. Limpió la sangre del suelo con aserrín, se limpió las manos y es de suponer que también aireó el lugar, pues cerca de las 12 llegaron sus superiores a verlo, pero no notaron nada raro, salvo que estaba nervioso.

Es de suponer que luego de eso sacó el cadáver, le puso sus ropas (y él a su vez se vistió con un traje que cazador, que había llevado desde su casa) y huyó del lugar.

El fin de ambos

Beckert fue finalmente sentenciado a muerte y fusilado el 5 de julio de 1910, mientras Donoso ejerció el periodismo hasta 1939, cuando conversó con “Coke”. Poco después se suicidó, por razones desconocidas. Sin embargo, antes y después de su muerte gozó del reconocimiento de sus pares, algo muy escaso en el gremio periodístico. El reportero Luis Alberto Baeza, por ejemplo, relataba que entre los periodistas que cubrían el caso, “El Chino Donoso” descollaba y que fue la “campaña periodística” iniciada por él Donoso lo que conmovió a la opinión pública y a las autoridades judiciales, médicas y policiales, “que durante los primeros días aceptaron a fardo cerrado” la idea de que Beckert era la víctima.

Por su parte, el premio nacional de Literatura y periodismo, Joaquín Edwards Bello, describía lo ocurrido en la legación alemana como una verdadera novela, y señalaba a Donoso como “el descubridor del crimen”, agregando que “la fuerza mental de un reportero consiste en el ejercicio cotidiano de exploración, derivado en adivinación”.

Beckert, al centro de la foto, el día que ingresaba a la cárcel, conducido por Eugenio Castro (a la iquierda).