El día que velaron a un no-muerto en Hualpén

Era 1998 o 1999, según recuerdo, y una tarde de invierno, salpicada con unas gotas de lluvia, alguien llamó al diario para contar algo raro: que en una casa de calle Estambul (Hualpén), si no me equivoco, estaban velando a una persona que no estaba muerta; es decir, un “no-muerto”, me dijo la persona, que luego de eso me colgó el teléfono, alcanzando a agregar que Carabineros estaba en el lugar.

Por supuesto, podía ser una broma, pero no se perdía nada consultando. Llamé a la Cuarta Comisaría de Carabineros de Hualpén y, tras identificarme como periodista del diario Crónica, le pregunté a mi interlocutor si sabía algo al respecto.

El suboficial que me contestó parece que estaba ansioso de hablar al respecto.

—Claro. Hay dos capa en una casa de la calle Estambul, porque los vecinos llamaron a la Cenco diciendo que adentro estaban velando a una persona viva —me dijo el policía, usando su lenguaje habitual, en el cual “capa” es la clave radial para decir “carabinero” y “Cenco” es la sigla de “Central de Comunicaciones”; es decir, el 133.

—No entiendo, ¿velando a una persona viva?

Eso mismo, pues. Adentro de esa casa hay un velorio: unas veinte personas llorando al muerto, un ataúd con un cuerpo adentro, velas, café, galletas, coronas de flores, tarjetas de condolencias, todo lo que siempre se encuentra en un velorio.

—¿Y el muerto? —pregunté.

Ese es el problema. El muerto no está muerto —me explicó, enredando más el asunto.

—Sigo sin entender —le respondí.

El carabinero comenzó a perder la paciencia. Seguramente le debe haber dado rabia pensar como yo era tan lento para entender las cosas.

—Como le dije, pues —me respondió, colgando el teléfono.

Así las cosas, fui donde el jefe de fotografía, Rinaldo “Rino” Pinto, un tipo genial, que poseía dos ojos saltones, escasa estatura y un sentido del humor a toda prueba.

—Rino, me dicen que hay un muerto no muerto que está siendo velado en una casa de Hualpencillo.

—Ah mierda, periodismo paranormal. ¡Vamos! —me respondió.

Cuando llegamos al sitio no había nada paranormal, por supuesto.

Aunque nadie me había dado la dirección exacta, no nos costó para nada encontrar el lugar, pues había un tumulto de personas en la vereda y ya no eran dos los carabineros, sino que había varios de ellos controlando a la multitud. Como todo el sector, la vivienda donde se desarrollaba este peculiar velatorio era una casa pareada de un piso, de aspecto frágil, con un pequeño antejardín y una débil reja de un metro de alto, aproximadamente.

Tras pasar en medio de la multitud localicé al sargento a cargo del piquete y le pregunté qué estaba pasando. Fue bastante más claro que el primero con que había hablado.

Mire —me dijo— el asunto es re simple. La persona que nos llamó es un vecino, que en la mañana vio cómo llegaba una pompa fúnebre y metían un ataúd a la casa, luego de lo cual llegaron varias personas con coronas de flores. Copuchentazo, el vecino fue a preguntar quién era el finadito, y desde la reja le dijeron que era del dueño de la casa, así es que él preguntó si podía pasar a entregar sus respetos, usted sabe —me dijo el uniformado.

Sin embargo, el vecino curioso no estaba preparado para lo que sucedió a continuación. Si bien al principio el velorio era de lo más normal, justo cuando presentaba sus condolencias a los deudos vio que el muerto se sentaba en medio del ataúd y pedía un vaso con agua.

—El hombrón casi se murió de un infarto y salió corriendo, y ahí nos llamó —me relató el sargento.

—¿Y qué van a hacer ustedes?

No hay mucho que hacer. Es un grupo religioso. Dicen que están haciendo un rito y que ellos saben que el caballero que está en el ataúd se va a morir, aunque yo entré y lo vi de lo más sano, pero nosotros estamos aquí solo controlando a los curiosos que vienen a ver al no-muerto, porque adentro no hay nada qué hacer: no es delito velar a alguien que aún no muere —me explicó el policía con mucha calma.

Diantres. Tenía razón. ¿Qué hay de criminal en meterse a un ataúd y que todos te lloren, pese a estar vivo? Nada. Si lo freak fuera delito, sería otra cosa. De todos modos, igual me pareció que, no sé, que la fuerza pública debía hacer algo.

—Oiga, sargento, ¿pero no le parece que esta cuestión es por lo menos extraña? ¿Y si cuando dicen que están esperando que se muera es porque lo van a matar?

Esos locos de ahí son de una secta, qué duda cabe, joven, pero como no somos la policía del pensamiento, no tenemos cómo saber lo que van a hacer. No crea que el asunto no nos inquieta, pero ya llamamos al juez del crimen y aunque el caballero le dio hartas vueltas al asunto, nos dijo que nos quedáramos aquí nomás y que entráramos si había algún indicio de un delito: gritos, golpes o delitos, pero nada más. ¿Pero sabe? Ese señor que viene ahí parece que es como el líder. El fue quien nos dejó pasar cuando llegamos, hable con él —me dijo, seguramente cansado de mis preguntas y mostrando a un hombre de unos 40 años, rechoncho, bajo y vestido con una camisa formal de manga corta, además de jeans y zapatillas, una tenida que recuerdo bien, porque no tenía nada que ver con el supuesto velorio.

El hombre había ido a quejarse con el carabinero, porque según él la gente en la calle los estaba acosando, y aproveché para presentarme. Le dije que le agradecería mucho si me dejaba pasar (claro, quería ver al muerto-no muerto, quién no) y también le pregunté si era posible que me dieran una entrevista, para explicar lo que sucedía.

Sus ojos eran inexpresivos y, mirándome como si no me mirara, me respondió que a los “hermanos” no le interesaba nada que tuviera que ver con lo terrenal y se metió de nuevo a la casa, cerrándome la reja. ¿Ese tipo, un líder?

Lo era. Era él quién había organizado el funeral del no muerto, y quien guiaba a toda la gente que estaba dentro de la casa.

Nada qué hacer

Insatisfecho con lo reporteado, tomé el teléfono celular que tenía, uno de los primeros que había en ese tiempo, y llamé al Primer Juzgado del Crimen de Talcahuano. Respondió el juez en persona, Eduardo Carrasco del Pozo, que era un hombre amable y un persecutor de fuste. Lo saludé y antes de decirle cualquier cosa me preguntó si lo llamaba por lo del no-muerto.

Tenemos un problema grande ahí. Mientras esas personas no cometan un delito yo no tengo nada qué hacer. He estado desde hace horas revisando distintos libros de doctrina jurídica y fallos, pero no encuentro ni siquiera un precedente al respecto—me explicó.

—Lo entiendo, magistrado, pero ¿y qué pasa si matan al señor que tienen en el ataúd?

El juez Carrasco guardó silencio por varios segundos.

Los tomamos presos a todos, pero no hay nada que podamos hacer mientras no hayan cometido un delito—me dijo y yo me apuré a cortar el llamado, dado que el teléfono era mío y en aquellos años un minuto de llamada por celular era casi tan caro como ir al espacio en la nave de Elon Musk.

Eran cerca de las 18 horas y la noche ya caía sobre el antiguo Hualpencillo.

En dirección al mar se veía la llama de la refinería de Enap, siempre ardiendo, y los vecinos comenzaban a disgregarse, perdiendo el interés. Ya era hora de cierre en el diario, también, así es junto a “Rino” que decidimos regresar.

Escribí una nota sintetizando todo lo anterior, pero antes de cerrarla llamé de nuevo a Carabineros. Había novedades, me dijeron: había llegado un carro mortuorio de una pompa fúnebre, el ataúd y su no-muerto había sido cargado dentro de ella, y los deudos se subieron a varias camionetas.

Nos vamos a Cerro Negro, la Tierra prometida—dijo el “líder” al sargento, añadiendo que había demasiadas interferencias a su labor divina y que por ende se iban a un templo con que contaban en ese lugar, en la comuna de Quillón, a unos 80 kilómetros al norte de Concepción.

Nunca más se volvió a saber de ellos.

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