Eichmann en Jerusalén: el estudio de Hannah Arendt acerca de la banalidad del mal

Una de las ideas quizá más radicales, importantes y al menos comprendidas dentro del pensamiento filosófico occidental en los últimos cien años, ha sido la de la banalidad del mal, como denominó la filósofa Hannah Arendtal tipo de pensamiento (más bien, de “no-pensamiento, siguiendo sus reflexiones) que dominaba en la mente del criminal nazi Adolf Eichmann, y que figuraba como subtítulo de su famoso reportaje-ensayo “Eichmann en Jerusalén. Un reporte sobre la banalidad del mal”, libro esencial, que acaba de ser reeditado en Chile por Lumen.

Arendt era hija de judíos ilustrados, que luego de estudiar filosofía en Maburgo (donde se convirtió en amante de su profesor, Martín Heidegger, quien posteriormente sería un ardiente partidario del nazismo) y luego de hacer su doctorado en Heidelberg, se instaló en Berlín.

Tras el advenimiento del nazismo, en 1933, se incorporó a la Organización Sionista Alemana, dirigida por el periodista Kurt Blumenfeld, para la cual comenzó a realizar trabajo clandestino: revisar bibliotecas y recopilar material de los nazis en que se traslucía su intención de aniquilar al pueblo judío, con el fin de enviárselo a medios de comunicación extranjeros, donde no creían (igual como muchos en Alemania) que los seguidores de Hitler realmente tuvieran esa intención.

Poco le duró. En 1933 la recién formada policía secreta de las SS, la Gestapo, la detuvo junto a su madre, y aquí nace la simiente de lo que posteriormente sería su libro más famoso: quien la aprehendió fue un exoficial de la policía criminal, ahora traspasado a la policía política, quien a diferencia de lo que ella esperaba, resultó ser un hombre gentil y considerado.

De hecho, cuando le llevaba al cuartel en auto, ella le confesó que sufría de tabaquismo y no tenía cigarrillos, ante lo cual su captor se detuvo y fue a comprarle varios paquetes, instruyéndola acerca de cómo podía meterlos en la celda en que sería dejada.

Al día siguiente, mientras la interrogaba, la filósofa se quejó por el mal sabor del café que le habían convidado. El sujeto de la Gestapo corrió entonces a conseguirle un café de mejor calidad. Como ella misma diría después, dicho oficial, cuyo nombre no aparece en ninguna de las biografías de Arendt que he podido revisar, “era un hombre encantador”, quien le aconsejó además que no tomara el abogado que Blumenfeld ofrecía, sino que dejara el asunto en sus manos y que así ella quedaría pronto en libertad.

Así fue. Tras ocho días de cautiverio en manos de ese miembro de la Gestapo, Arendt recobró su libertad, pero sabía que la próxima vez no tendría la misma suerte. De hecho, pese a los esfuerzos de su amigo, salió desde el cuartel de la policía secreta convertida en una apátrida, pues su pasaporte y todos sus papeles quedaron incautados allí.

El escape

Hannah Arendt en su juventud.

De ese modo, decidió que había que escapar de Alemania, lo que hizo junto a su madre, atravesando a pie y de noche la frontera, perseguidas por perros pastores. Tras varias penurias, llegaron a Praga. Desde allí partieron a Ginebra y luego a Paris, donde Hannah se reunió con su primer marido, separándose de él y casándose más tarde con el filósofo alemán Heinrich Blücher.

Fue en la ciudad de las luces donde Arendt, que era hija de judíos no religiosos, se reconectó con sus raíces, aprendiendo yiddish, integrándose a la Youth Aliyha (una organización que ayudaba a adolescentes judíos a huir a Palestina) y trabajando como activista de la causa sionista… hasta que los franceses decidieron detener a todos los alemanes, pues estaban en guerra con ellos.

Aquello significó que una vez más Arendt y su madre fueran arrestadas, esta vez en el campo de Gurs, de donde lograron arrancarse a tiempo. Posteriormente, cuando los alemanes ocuparon Francia, casi todos los judíos que se encontraban en ese lugar fueron deportados a Auschwitz.

Finalmente, Arendt y su familia llegaron, como tantos otros, a Estados Unidos. Se asentaron en Nueva York y desde allí, además de trabajar como periodista en distintos boletines antinazis y projudíos, desarrolló una fructífera carrera como académica.

El mal radical

Quizá el mayor triunfo de ello fue la publicación, en 1951, de su monumental libro “Los orígenes del totalitarismo”, en el cual analiza los regímenes coloniales, así como el nazismo y el comunismo (ella nunca fue comunista, a diferencia de lo que algunos creen).

Dicho texto gira en torno a un concepto del mal acuñado por el filósofo alemán Inmanuel Kant, quien decía que los humanos poseían un mal radical (das radikal böse, era la expresión original), utilizando el adjetivo de “radical” en el sentido de “radicación”; es decir, Kant creía que en todas las personas hay un mal que es innato, que es propio de la especie, que radica en los humanos.

Aunque Arendt usaba la misma expresión, le dio un giro en cuanto a su sentido. Para ella, luego de lo obrado por los nazis, era necesario entender el mal de un modo distinto, y por eso hablaba de “mal radical”, entendiendo como “radical” algo excesivo, fuera de control y fuera de toda lógica. De acuerdo con su estudio, ese mal buscaba la aniquilación completa de los seres humanos y estaba en relación con la tradición judeo-cristiana del demonio, del monstruo.

En dicho sentido, graficaba a los miembros de las SS alemanas como “bestias en forma humana”.

En 11 de mayo de 1960, el Mossad asestó un golpe de relevancia mundial, que solo se conoció 14 días después, cuando Ben Gurión, el Primer Ministro de Israel, anunció que personal de dicha agencia de inteligencia había secuestrado en las afueras de Buenos Aires a Adolf Eichmann, teniente coronel y jefe de la oficina de las SS nazis dedicada al transporte y asentamiento de los judíos deportados desde cientos de ciudades europeas a los más de 20 campos de concentración que tenían en Alemania y los países vecinos, quien era buscado por crímenes contra la humanidad desde 1956, cuando un fiscal alemán pidió la primera orden de detención en su contra, al tribunal regional de Frankfurt.

Ante ello, el gobierno de Israel comunicó que el nazi sería objeto de un juicio que tendría lugar en Jerusalen. Pese a las protestas argentinas por el secuestro a que habían sometido a Eichmann, Ben Gurión se mantuvo firme y argumentó que los crímenes y el volumen de estos eran tan excepcionales, que las normas tradicionales del derecho no eran aplicables aquí, algo que aún se discute.

Pocos días después de ello, Arendt le mandó una carta a su mejor amiga, la escritora Mary McCarthy, en la cual le decía que “acaricio la idea de conseguir que alguna revista me envíe a hacer un reportaje sobre el juicio de Eichmann. Es una idea muy tentadora. Era uno de los más inteligentes de todos ellos. Podría ser interesante. Y horrible”.

No se sabe si por influjo de ella o por iniciativa propia, el 11 de Agosto Arendt le envió una misiva al histórico editor de la Revista “The New Yorker”, William Shawn, quien en 1946 había mandado a un desconocido periodista llamado William Hersey a cubrir cómo se había vivido la explosión nuclear en Hiroshima por parte de las víctimas (algo que ningún medio estadounidense había siquiera pensado en hacer), lo que dio lugar a una edición monotemática de la revista, titulada “Hiroshima”, que dio pie al libro del mismo nombre.

Shwan, que pocos años más tarde sería también quien daría luz verde a Truman Capote para ir a un pueblo llamado Holcomb a cubrir el crimen de una familia (con lo cual nacería una de las más famosas novelas de no ficción de la historia: “A sangre fría“) leyó varias veces la carta de Arendt, quien le decía que estaba muy interesada en ir a cubrir el juicio de Eichmann y que podría contribuir con uno o dos artículos.

Por supuesto, el editor aceptó de inmediato. A raíz de aquello, Arendt, que en 1961 debía iniciar una beca con la fundación Guggenheim, pidió la postergación del beneficio, explicando que iría a Israel a cubrir el juicio. Argumentaba que se había perdido los juicios de Nuremberg y decía que “yo nunca he visto a esta gente en persona, esta es probablemente mi única oportunidad”.

El juicio

Sin embargo, Arendt no encontró lo que quería ver. En la jaula de cristal en que metían a Eichmann para que no fuera objeto de atentados no había un teutón de dos metros de estatura que juraba matar a todos los judíos del mundo sino, por el contrario, un hombre mas bien delgado, pequeño, semi calvo, de nariz ganchuda, piel cetrina y pelo oscuro, que pasó buena parte del juicio resfriado y que decía ser un admirador de los judíos.

No era un monstruo”, fue una de las primeras reflexiones de Arendt al verlo, y no fue la única que lo notó. La afamada periodista judía Martha Gellhorn también se dio cuenta de la pequeñez del personaje, lo mismo que el periodista judío Harry Mulisch. Hoy, por cierto, hay evidencia en orden a que Eichmann matizó su carácter y se mostró como un hombre simple y obediente de las leyes en el juicio, incluso citando a Kant, cuando decía que los hombres están obligados a obedecer a la autoridad, en circunstancias que las cintas de audio que grabó en Argentina junto al también nazi Wilhelm Sassen y otros más, lo muestran como un nazi fanático (y también es posible que allí haya exagerado su fanatismo).

Como sea, lo que todos vieron allí fue a un sujeto que alegaba no haber matado a nadie con sus manos, pero que no desconocía donde iban las víctimas en los trenes que él coordinaba por toda Europa central, ni de la cantidad de personas que habían sido eliminadas: casi seis millones, cifra que él llevaba anotada con extrema acuciosidad.

Dos años más tarde, ya con Eichmann ejecutado y luego de varios retrasos, “The New Yorker” publicaba “Eichmann en Jerusalén. Un reporte sobre la banalidad del mal”, libro que despertó muchas críticas (sobre todo de sectores judíos, que creían que Arendt de algún modo exoneraba a Eichmann al no retratarlo como un demonio) y pasiones, pero que permitió tipificar, por decirlo de algún modo, a un criminal que no pensaba en términos reflexivos ni sentía culpa por lo que hacía, simplemente porque alguien se lo había encomendado. Del mismo modo, ese criminal sentía una absoluta falta de empatía hacia sus victimas y además tenía una visión distorsionada de sí mismo, en la cual aparece como una persona de bien y útil a la sociedad.

Como decía Arendt, son la mayoría, y eso es lo que los hace terroríficamente malignos.

Bonus track cinéfilo

Ha habido muchas películas y libros sobre Eichmann el Arendt, pero hoy por hoy la que está más a mano es “Operación final” (Netflix) que muestra el secuestro. En 2015 apareció “The Eichmann show”, que muestra la forma en que se televisó el juicio, con imágenes originales del mismo, y poco antes, en 2012, se estrenó la película “Hannah Arendt”, con Margarethe von Trotta en el papel principal, en una gran aproximación a la figura de esta eminente pensadora.